¿Tiene un problema? Simplemente coja el teléfono. ¡Los soluciona todos... y todos de la misma forma!
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Por Kurt Vonnegut, Jr.
Todo era perfectamente genial.
No había prisiones, ni barrios de chabolas, ni manicomios, ni lisiados, ni pobreza, ni guerras.
Todas las enfermedades habían sido conquistadas. También la vejez.
La muerte, salvo accidentes, era una aventura para voluntarios.
La población de los Estados Unidos se estabilizó en cuarenta millones de almas.
Una mañana brillante, en el Hospital Convalescer de Chicago, un hombre llamado Edward K. Wehling, Jr., esperaba a que su esposa diera a luz. Era el único hombre que esperaba. Ya no nacía mucha gente cada día.
Wehling tenía cincuenta y seis años, un mero muchacho en una población cuya edad media era de ciento veintinueve años.
Los rayos X habían revelado que su esposa iba a tener trillizos. Los niños serían sus primeros.
El joven Wehling estaba encorvado en su silla, con la cabeza en la mano. Estaba tan arrugado, tan quieto e incoloro como para ser virtualmente invisible. Su camuflaje era perfecto, ya que la sala de espera también tenía un aire desordenado y desmoralizado. Las sillas y los ceniceros se habían apartado de las paredes. El suelo estaba pavimentado con paños para proteger de salpicaduras.
La habitación estaba siendo redecorada. Se estaba redecorando en memoria de un hombre que se había ofrecido como voluntario para morir.
Un anciano sardónico, de unos doscientos años, se sentaba en una escalera de tijera, pintando un mural que no le gustaba. En los días en que la gente envejecía visiblemente, su edad se habría adivinado sobre los treinta y cinco. Hasta ahí lo había tocado el envejecimiento antes de que se encontrara la cura para la vejez.
El mural en el que estaba trabajando representaba un jardín muy pulcro. Hombres y mujeres de blanco, médicos y enfermeras, volteaban la tierra, plantaban plántulas, rociaban insecticidas, esparcían fertilizantes.
Hombres y mujeres en uniformes púrpura quitaban malas hierbas, cortaban plantas viejas y enfermizas, rastrillaban hojas, llevaban basura a los incineradores.
Nunca, nunca, nunca, ni siquiera en la medieval Holanda o el antiguo Japón, había habido un jardín más formal, mejor cuidado. Cada planta tenía toda la tierra, luz, agua, aire y nutrientes que podía usar.
Un celador del hospital venía por el pasillo, cantando en voz baja una canción popular:
Si no te gustan mis besos,
cariño, esto es lo que haré:
iré a ver a la chica de púrpura,
besaré esta triste palabra «adiós».
Si no quieres mi amor,
¿por qué debería ocupar todo este espacio?
Me iré de este viejo planeta,
dejaré que un dulce bebé ocupe mi lugar.
El celador miró el mural y al muralista.
—Se ve tan real —dijo—, prácticamente puedo imaginar que estoy de pie en mitad de él.
—¿Qué le hace pensar que no está en él? —dijo el pintor. Sonrió satíricamente—. Se llama «El Jardín Feliz de la Vida», ya sabe.
—Eso es lo bueno del Dr. Hitz —dijo el celador.
Se refería a una de las figuras masculinas de blanco, cuya cabeza era un retrato del Dr. Benjamin Hitz, jefe de obstetras del hospital. Hitz era un hombre cegadoramente guapo.
—Muchas caras aún por completar —dijo el celador. Quería decir que las caras de muchas de las figuras del mural todavía estaban en blanco. Todos los espacios en blanco debían llenarse con retratos de personas importantes ya fuese del personal del hospital o de la oficina de Chicago de la Oficina Federal de Terminación.
—Debe ser agradable poder hacer cuadros que se parezcan a algo —dijo el celador.
La cara del pintor se agrió de desprecio.
—¿Cree que estoy orgulloso de estos manchones? —dijo—. ¿Cree que esta es mi idea de cómo es la vida en realidad?
—¿Cuál es su idea de cómo es la vida? —dijo el celador.
El pintor señaló un trapo sucio.
—Eso es una buena imagen de ello —dijo—. Enmarca eso, y tendrás en cuadro una maldita vista más honesta que esta.
—Es un bicho raro sombrío, ¿verdad?
—¿Es eso un crimen? —dijo el pintor.
El celador se encogió de hombros.
—Si no le gusta esto, abuelo... —dijo, y completó la idea con el truco del número de teléfono al que se suponía que debía llamar la gente que no quería vivir más. Pronunció el cero del número de teléfono como «nada».
El número era: «S R 0 N0 S R».
Era el número de teléfono de una institución cuyos fantasiosos sobrenombres incluían: «Autoservicio», «Avelandia», «Conservera», «Arenero para gatos», «Despiojador», «Irse fácil», «Adiós, madre», «Gamberro feliz», «Bésame rápido», «Pierre el afortunado», «Barranco de ovejas», «Licuadora de baratijas», «No llores más» y «¿Por qué preocuparse?»
«Ser o no ser» era el número de las cámaras de gas municipales de la Oficina Federal de Terminación.
El pintor despreció al celador.
—Cuando decida que es hora de partir —dijo—, no será en el Barranco de ovejas.
—Un manitas, ¿eh? —dijo el celador—. Cosa desagradable, abuelo. ¿Por qué no tiene un poco de consideración con la gente que tiene que limpiar después?
El pintor expresó con una obscenidad su falta de preocupación por las tribulaciones de sus supervivientes.
—Al mundo no le vendría mal un buen montón más de caos, si quiere saber mi opinión —dijo.
El celador se rió y siguió adelante.
Wehling, el padre que esperaba, murmuró algo sin levantar la cabeza. Y luego se quedó de nuevo en silencio.
Una gruesa y formidable mujer entró en la sala de espera con tacones de aguja. Sus zapatos, medias, gabardina, bolso y gorrillo eran todos púrpura, el púrpura que el pintor llamaba «el color de las uvas en el día del Juicio Final».
El medallón de su morral púrpura era el escudo de la División de Servicio de la Oficina Federal de Terminación, un águila posada en un torniquete.
La mujer tenía mucho vello facial, un bigote inconfundible, de hecho. Una cosa curiosa de las anfitrionas de la cámara de gas era que, no importaba lo encantadoras y femeninas que fueran cuando las reclutaban, todas echaban bigote antes de cinco años más o menos.
—¿Es aquí donde se supone que debo venir? —dijo al pintor.
—Mucho dependerá de qué la traiga por aquí —dijo—. No espera un bebé, ¿verdad?
—Me dijeron que se suponía que debía posar para un cuadro —dijo—. Me llamo Leora Duncan.
Esperó.
—Y asfixia a la gente —dijo él.
—¿Qué? —dijo ella.
—Olvídelo —respondió.
—Eso sí que es una imagen preciosa —dijo ella—. Parece el cielo o algo así.
—Algo así —dijo el pintor. Sacó una lista de nombres del bolsillo de su bata—. Duncan, Duncan, Duncan —dijo, escaneando la lista—. Sí..., aquí está. Tiene derecho a ser inmortalizada. ¿Ve algún cuerpo sin cara por aquí al que quiera que ponga su cabeza encima? Quedan unas pocas opciones.
Ella estudió el mural sombríamente.
—Vaya —dijo—, me parecen todos iguales. No sé nada de arte.
—Un cuerpo es un cuerpo, ¿eh? —respondió—. De acuerdo. Como maestro de bellas artes, recomiendo este cuerpo de aquí. —Indicó una figura sin rostro de una mujer que llevaba tallos secos a un incinerador de basura.
—Bueno —dijo Leora Duncan—, esa es más la gente de disposiciones, ¿no? Quiero decir, soy de servicio. No hago ninguna disposición.
El pintor aplaudió simulando deleite.
—¡Dice que no sabe nada de arte, y luego demuestra al momento siguiente que sabe más al respecto que yo! ¡Por supuesto que una carretilla de jardín no es adecuada para una anfitriona! Un recortador, un podador... Eso va más en su línea. Señaló una figura de púrpura que estaba serrando una rama muerta de un manzano—. ¿Qué tal ella? —preguntó—. ¿Le gusta lo más mínimo?
—Buf... —dijo, y se sonrojó y se tornó humilde—, ese... ese me pone justo al lado del Dr. Hitz.
—¿Eso le disgusta? —dijo.
—Para nada, ¡no! —respondió—. Es... es un honor inmenso.
—Ah, usted…, usted lo admira, ¿eh? —dijo.
—¿Quién no le admira? —respondió, adorando el retrato de Hitz. Era el retrato de un Zeus bronceado, de pelo cano, omnipotente, de doscientos cuarenta años—. ¿Quién no le admira? —repitió—. Fue el responsable de instalar la primerísima cámara de gas en Chicago.
—Nada me complacería más —dijo el pintor—, que ponerla a su lado para siempre. Serrando una extremidad... ¿Le resulta apropiado?
—Eso es más o menos lo que hago —respondió. Sentía pudor de lo que hacía. Lo que hacía era hacer que la gente se sintiera cómoda mientras los mataba.
Y, mientras Leora Duncan posaba para su retrato, el mismo Dr. Hitz apareció en la sala de espera. Medía siete pies y prosperaba con la importancia, los logros y el gozo de vivir.
—¡Bueno, Srta. Duncan! ¡Srta. Duncan! —dijo, e hizo una broma—. ¿Qué está haciendo aquí? —dijo. Aquí no es donde la gente se va. ¡Aquí es donde viene!
—Vamos a estar juntos en el mismo cuadro —dijo tímidamente.
—¡Bien! —exclamó el Dr. Hitz de corazón—. Y, dígame, ¿no es ese un cuadro?
—Ciertamente me siento honrada de estar en él con usted —dijo ella.
—Déjeme decirle —dijo él—, que me siento honrado de estar en él con usted. Sin mujeres como usted, este maravilloso mundo que tenemos no sería posible.
La saludó y se dirigió hacia la puerta que conducía a los paritorios.
—Adivina lo que acaba de nacer —dijo.
—No puedo —dijo ella.
—¡Trillizos! —exclamó.
—¡Trillizos! —repitió ella. Exclamó por las implicaciones legales de los trillizos.
La ley decía que ningún recién nacido podía sobrevivir a menos que los padres del niño pudiesen encontrar a alguien que se ofreciese como voluntario para morir. Los trillizos, si todos iban a vivir, requerían de tres voluntarios.
—¿Tienen los padres tres voluntarios? —preguntó Leora Duncan.
—Lo último que supe —dijo el Dr. Hitz—, es que tenían uno y estaban tratando de conseguir otros dos.
—No creo que lo lograran —dijo ella—. Nadie concertó tres citas con nosotros. Hoy nada más que solteros, a menos que alguien llamase después de que me fuese. ¿Cómo se llaman?
—Wehling —dijo el padre que esperaba, sentado, con los ojos rojos y desaliñado—. El nombre del futuro padre feliz es Edward K. Wehling, Jr. —Levantó la mano derecha, miró un punto en la pared, soltó una risita roncamente desdichada—. Presente —terminó.
—Oh, Sr. Wehling —dijo el Dr. Hitz—, no le había visto.
—El hombre invisible —dijo Wehling.
—Me acaban de llamar para decirme que sus trillizos han nacido —dijo el Dr. Hitz—. Todos están bien, al igual que la madre. Ahora me dirigía a verlos.
—Hurra —dijo Wehling vacío.
—No suena muy feliz —dijo el Dr. Hitz.
—¿Qué hombre en mis zapatos no sería feliz? —replicó Wehling. Hizo un gesto con sus manos para simbolizar la simplicidad sin preocupaciones—. Todo lo que tengo que hacer es elegir cuál de los trillizos va a vivir, luego llevar a mi abuelo materno al Gamberro feliz y volver aquí con un recibo.
El Dr. Hitz se tornó bastante severo con Wehling, se elevó sobre él.
—¿No cree en el control de la población, Sr. Wehling? —preguntó.
—Creo que es perfectamente diligente —dijo Wehling con voz tensa.
—¿Le gustaría volver a los buenos viejos tiempos, cuando la población de la Tierra era de veinte mil millones, a punto de convertirse en cuarenta mil millones, luego ochenta mil millones, después ciento sesenta mil millones? ¿Sabe lo que es una drupilla, Sr. Wehling? —dijo Hitz.
—No —dijo Wehling malhumorado.
—Una drupilla, Sr. Wehling, es uno de los pequeños pomos, uno de los pequeños granos pulposos de una mora —dijo el Dr. Hitz—. Sin el control poblacional, ¡los seres humanos ahora estarían apretados en la superficie de este viejo planeta como drupillas en una mora! ¡Piense en ello!
Wehling siguió mirando el mismo lugar de la pared.
—En el año 2000 —dijo el Dr. Hitz—, antes de que los científicos intervinieran y establecieran la ley, no había ni siquiera suficiente agua potable para todos, y nada para comer excepto algas marinas; y aún así, la gente insistía en su derecho a reproducirse como conejos. Y en su derecho, de ser posible, a vivir para siempre.
—Quiero a esos niños —dijo Wehling en voz baja—. Los quiero a los tres.
—Por supuesto que los quiere —dijo el Dr. Hitz—. Eso es muy humano.
—Tampoco quiero que mi abuelo muera —dijo Wehling.
—Nadie está realmente contento de llevar un pariente cercano al Arenero para gatos —dijo el Dr. Hitz suavemente, con simpatía.
—Ojalá la gente no lo llamara así —dijo Leora Duncan.
—¿Qué? —dijo el Dr. Hitz.
—Desearía que la gente no lo llamara «Arenero para gatos» y cosas así —dijo—. Le da a la gente una impresión equivocada.
—Tiene toda la razón —respondió el Dr. Hitz—. Perdóneme. —Se corrigió a sí mismo, llamó a las cámaras de gas municipales por su nombre oficial, un nombre que nunca nadie usaba al conversar—. Debería haber dicho Estudios de Suicidio Ético —completó.
—Eso suena mucho mejor —dijo Leora Duncan.
—Ese hijo suyo, aquel que decida quedarse, Sr. Wehling —dijo el Dr. Hitz—, él o ella va a vivir en un planeta feliz, espacioso, limpio y rico, gracias al control poblacional. En un jardín como el de ese mural de ahí. —Negó con la cabeza—. Hace dos siglos, cuando era joven, era un infierno que nadie pensaba que podría aguantar otros veinte años. Ahora siglos de paz y abundancia se extienden ante nosotros hasta donde la imaginación quiera viajar.
Sonrió luminosamente.
La sonrisa se desvaneció al ver que Wehling acababa de sacar un revólver.
Wehling mató al Dr. Hitz de un disparo.
—Hay sitio para uno..., un sitio grande —dijo.
Y entonces disparó a Leora Duncan.
—Es solo muerte —le dijo mientras caía—. ¡Vamos! Sitio para dos.
Y entonces se disparó a sí mismo, haciendo sitio para sus tres hijos.
Nadie vino corriendo. Aparentemente, nadie oyó los disparos.
El pintor se sentó en la plataforma de su escalera, mirando hacia abajo reflexivamente acerca de la triste escena.
El pintor reflexionó acerca del triste rompecabezas de la vida exigiendo nacer y, una vez nacido, exigiendo ser fructífera..., multiplicarse y vivir el mayor tiempo posible…, haciendo todo eso en un planeta muy pequeño que tendría que durar para siempre.
Todas las respuestas en las que podía pensar el pintor eran sombrías. Aún más lúgubre, seguramente, que un Arenero para gatos, un Gamberro feliz, un Irse fácil. Pensó en la guerra. Pensó en la peste. Pensó en la muerte por inanición.
Sabía que nunca volvería a pintar. Dejó que su pincel cayera sobre los paños antisalpicaduras de abajo. Y luego decidió que él también había tenido suficiente vida en el Jardín Feliz de la Vida y bajó lentamente de la escalera.
Tomó la pistola de Wehling, indudablemente con la intención de dispararse a sí mismo.
Pero no tuvo el valor.
Y entonces vio la cabina telefónica en la esquina de la habitación. Se acercó a ella, marcó el número bien recordado: 2 B R 0 2 B.
—Oficina Federal de Terminación —dijo la muy cálida voz de una anfitriona.
—¿Cuál sería la cita más temprana que pueden darme? —preguntó hablando muy cuidadosamente.
—Probablemente podríamos citarle tarde esta tarde, señor —dijo ella—. Incluso podría ser antes, si recibimos una cancelación.
—Está bien —dijo el pintor—, cíteme, por favor. —Y él le dio su nombre, deletreándolo.
—Gracias, señor —dijo la anfitriona—. Su ciudad se lo agradece; su país se lo agradece; su planeta se lo agradece. Pero el agradecimiento más profundo de todos es el de las generaciones futuras.