El laberinto de espejos - Fredric Brown

Por un instante piensas que es una ceguera temporal, esta repentina oscuridad que llega en mitad de una tarde luminosa.

Debe ser ceguera, piensas; ¿podría haberse apagado instantáneamente el sol que te broncea, dejándote en una completa negrura?

Entonces los nervios de tu cuerpo te dicen que estás de pie, mientras que hace solo un segundo estabas sentado cómodamente, casi reclinado, en una silla de loneta. En el patio de la casa de un amigo en Beverly Hills. Hablando con Barbara, tu prometida. Mirando a Barbara --Barbara en bañador-- su piel de un bronceado dorado en el brillante sol, preciosa.

Llevabas bañador. Ahora no lo sientes; la ligera presión de la cinturilla elástica ya no está ahí sobre tu cintura. Te tocas las caderas con las manos. Estás desnudo. Y de pie.

Lo que sea que te haya pasado es más que un cambio a una oscuridad repentina o una ceguera repentina.

Levantas las manos y tientas delante de ti. Tocan una superficie lisa plana, una pared. Las separas y cada mano llega a una esquina. Pivotas lentamente. Una segunda pared, luego una tercera, después una puerta. Estás en un armario de alrededor de cuatro pies cuadrados.

Tu mano encuentra el pomo de la puerta. Gira y abres la puerta.

Ahora hay luz. La puerta se ha abierto a una habitación iluminada... una habitación que nunca antes has visto.

No es grande, pero está agradablemente amueblada, aunque el mobiliario es de un estilo que te es extraño. La modestia te hace terminar de abrir la puerta cautelosamente. Pero la habitación está vacía de personas.

Entras en la habitación, volviéndote para mirar el armario detrás de ti, que ahora está iluminado con la luz de la habitación. El armario es y no es un armario; tiene el tamaño y la forma de uno, pero no contiene nada, ni un solo gancho, ni una percha para colgar la ropa, ni un estante. Es un espacio vacío, de paredes blancas, de cuatro por cuatro pies.

Cierras la puerta y te quedas de pie mirando alrededor de la habitación. Es de unos doce por dieciséis pies. Hay una puerta, pero está cerrada. No hay ventanas. Hay cinco piezas de mobiliario. Cuatro de ellas las reconoces, más o menos. Una parece un escritorio muy funcional. Uno es obviamente una silla ... una silla de aspecto cómodo. Hay una mesa, aunque su tablero está en varios niveles en lugar de uno solo. Otra es una cama o un sofá. Hay algo reluciente sobre él y te acercas y coges el algo reluciente y lo examinas. Es una prenda.

Estás desnudo, así que te la pones. Las zapatillas están parcialmente debajo la cama (o sofá) y deslizas tus pies en ellas. Se ajustan, y se sienten cálidas y cómodas como nada que hayas calzado nunca antes. Como lana de cordero, pero más suave.

Ahora estás vestido. Miras a la puerta, la única puerta de la habitación, aparte de la del armario desde el que entraste. Caminas hacia la puerta y, antes de probar el picaporte, ves el pequeño letrero mecanografiado pegado justo encima que dice:

Esta puerta tiene una cerradura temporizada configurada para abrirse en una hora. Por razones que pronto entenderás, es mejor que no salgas de esta habitación antes de entonces. Hay una carta para ti en el escritorio. Por favor, léelo.

No está firmada Miras el escritorio y ves que hay un sobre en él.

Todavía no vas a coger el sobre del escritorio y leer la carta que debe haber dentro.

¿Por qué no? Porque tienes miedo.

Notas otras cosas de la habitación. La iluminación no tiene un origen que puedes descubrir. Viene de la nada. No es iluminación indirecta; el techo y las paredes no la reflejan en absoluto.

No tenían iluminación como esa, allá de donde vienes. ¿Qué querías decir con ¿allá de dónde vienes?

Cierras los ojos. Te dices a ti mismo: Soy Norman Hastings. Soy profesor asociado de Matemáticas en la Universidad del Sur de California. Tengo veinticinco años años y estamos en mil novecientos cincuenta y cuatro.

Abres los ojos y miras de nuevo.

Ese estilo de mobiliario no se utiliza ni en Los Ángeles ni en ningún otro sitio que conozcas en 1954. Ni siquiera puedes adivinar qué es esa cosa de la esquina. Tal vez tu abuelo, a tu edad, habría mirado así un televisor.

Te miras a ti mismo, a la prenda brillante que encontraste esperándote. Con el pulgar y el índice sientes su textura.

No se parece a nada que hayas tocado antes.

Soy Norman Hastings. Estamos en mil novecientos cincuenta y cuatro.

De repente debes saberlo, y de inmediato.

Vas al escritorio y tomas el sobre que yace en él. Tu nombre está escrito por fuera: Norman Hastings.

Tus manos tiemblan un poco mientras lo abres. ¿Las culpas?

Hay varias páginas, escritas a máquina. Querido Norman, empieza. Vas rápidamente al final para buscar la firma. No está firmada.

Vuelves al principio y empiezas a leer.

No tengas miedo. No hay nada que temer, pero sí mucho que explicar. Hay mucho que debes entender antes de que esa puerta se desbloquee. Mucho que debes aceptar y obedecer.

Ya has adivinado que estás en el futuro, en lo que, para ti, parece ser el futuro. La ropa y la habitación deben habértelo dicho. Lo planeé de esa manera para que el golpe no fuese demasiado repentino, por lo que te dieses cuenta a lo largo de varios minutos en lugar de leerlo aquí, y muy probablemente no creas lo que lees.

El <<armario>> desde el que acabas de salir es, como ya te habrás dado cuenta, una máquina del tiempo. A través de él, entraste en el mundo de 2004. Hoy es siete abril, apenas cincuenta años después de la última época que recuerdas.

No puedes volver.

Te hice esto y puedes odiarme por ello; no lo sé. Depende de ti decidirlo, pero no importa. Lo que importa, y no solo para ti, es otra decisión que debes tomar. Yo soy incapaz de tomarla.

¿Quién te está escribiendo esto? Preferiría no decírtelo todavía. Para cuando hayas terminado de leer esto, aun que no esté firmado (porque sabía que sería lo primero que mirarías), no necesitaré decirte quién soy. Lo sabrás.

Tengo setenta y cinco años. Llevo, en este año de 2004, estudiando el <<tiempo>> treinta de esos años. He completado la primera máquina del tiempo jamás construida, y hasta ahora, su construcción, incluso el hecho de que haya sido construida, es mi propio secreto.

Acabas de participar en el primer experimento importante. Será tu responsabilidad decidir si alguna vez habrá más experimentos con ella, si se debe dar a la mundo, o si debería destruirse y no más utilizarse nunca más.

Final de la primera página. Elevas la mirada por un momento, dudando si pasar a la siguiente página. Ya sospechas lo que viene.

Pasas la página.

Construí la primera vez máquina del tiempo hace una semana. Mis cálculos me habían dicho que funcionaría, pero no cómo lo haría. Había esperado que enviara un objeto atrás en el tiempo; solo funciona hacia atrás en el tiempo, no hacia adelante, físicamente inalterado e intacto.

Mi primer experimento me demostró mi error. Coloqué un cubo de metal en la máquina --era una miniatura de la que acabas de salir-- y fijé la máquina para retroceder diez años. Pulsé el interruptor y abrí la puerta, esperando encontrar que el cubo hubiese desaparecido. En su lugar encontré que se había desmenuzado en polvo.

Puse otro cubo y lo envié dos años atrás. El segundo cubo volvió sin cambios, salvo que era más nuevo, más brillante.

Eso me dio la respuesta. Había esperado que los cubos retrocediesen en el tiempo, y lo habían hecho, pero no en el sentido en que yo había esperado que lo hicieran. Esos cubos de metal habían sido fabricados unos tres años antes. Yo había enviado el primero varios años antes de que existiera en su forma fabricada. Diez años antes había sido mineral. La máquina lo devolvió a ese estado.

¿Ves cómo nuestras teorías previas del viaje en el tiempo estaban equivocadas? Esperábamos poder entrar en una máquina del tiempo en, digamos, 2004, configurarla para cincuenta años antes y luego salir en el año 1954..., pero no funciona de esa manera. La máquina no se mueve en el tiempo. Solo lo que quiera que esté dentro de la máquina se ve afectado, y entonces únicamente en relación consigo mismo y no con el resto del universo.

Lo confirmé con conejillos de Indias, enviando uno de seis semanas cinco semana atrás y llegó como un bebé.

No necesito esbozar todos mis experimentos aquí. Encontrarás un registro de los mismos en el escritorio y puedes estudiarlo más tarde.

¿Entiendes ahora lo que te ha pasado, Norman?

Empiezas a entender. Y empiezas a sudar.

El yo que escribió la carta que estás leyendo eres , tú mismo con setenta y cinco años, en este año de 2004. Eres ese hombre de setenta y cinco años, con tu cuerpo devuelto a lo que había sido hacía cincuenta años, con todos los recuerdos de cincuenta años de vida aniquilados.

inventaste la máquina del tiempo.

Y antes de usarla contigo mismo, tomaste estas medidas para ayudarte a orientarte. Tú mismo escribiste la carta que estás leyendo ahora.

Pero si esos cincuenta años han desaparecido para ti, ¿qué hay de todos tus amigos, de los que amabas? ¿Y qué hay de tus padres? ¿Qué hay de la chica con la que te ibas a casar?

Sigues leyendo:

Sí, querrás saber qué ha sucedido. Mamá murió en 1963, papá en 1968. Te casaste con Bárbara en 1956. Siento decirte que murió sólo tres años después, en un accidente de avión. Tienes un hijo. Él sigue viviendo; se llama Walter; ahora tiene cuarenta y seis años y es contable en Kansas City.

Aparecen las lágrimas en tus ojos y por un momento no puedes leer más. Bárbara muerta, muerta desde hace cuarenta y cinco años. Y hace solo unos minutos, en tiempo subjetivo, estabas sentado a su lado, sentados bajo el sol brillante en un patio de Beverly Hills...

Te obligas a seguir leyendo.

Pero volvamos al descubrimiento. Empiezas a vislumbrar algunas de sus implicaciones. Necesitarás tiempo para pensar... para verlas todas.

No permite viajar en el tiempo de la forma que pensábamos, pero nos da una especie de inmortalidad. Inmortalidad del tipo que nos he dado temporalmente.

¿Es bueno eso? ¿Vale la pena perder los recuerdos de cincuenta años de la vida de uno con el fin de devolver el cuerpo a una juventud relativa? La única forma en que puedo averiguarlo es intentarlo, tan pronto como termine de escribir esto y haga mis otros preparativos.

Sabrás la respuesta .

Pero antes de decidir, recuerda que hay otro problema, más importante que el psicológico. Me refiero a la superpoblación.

Si nuestro descubrimiento se da a el mundo, si todos los que son viejos o están muriéndose pueden rejuvenecerse a sí mismos, la población casi se doblará cada generación. Tampoco el mundo, ni siquiera nuestro propio y relativamente ilustrado país, estará dispuesto a aceptar el control de natalidad como solución.

Dale esto al mundo, tal como el mundo es hoy en 2004, y dentro de una generación habrá hambre, sufrimiento, guerra. Tal vez un colapso total de la civilización.

Sí, hemos llegado a otros planetas, pero no son aptos para colonizarse. Las estrellas pueden ser nuestra respuesta, pero nos queda mucho para llegar a ellas. Cuando lo hagamos, algún día, los miles de millones de planetas habitables que debe haber allá afuera serán nuestra respuesta... nuestra sala de estar. Pero hasta entonces, ¿cuál es la respuesta?

¿Destruir la máquina? Pero piensa en las innumerables vidas que puede salvar, el sufrimiento que puede evitar. Piensa en lo que significaría para un hombre que se muere de cáncer. Piensa...

Piensa. Terminas la carta y la dejas.

Piensas en Bárbara muerta hace cuarenta y cinco años. Y en el hecho de que estuviste casado con ella tres años y que esos años los has perdidos.

Cincuenta años perdidos. Maldices al anciano de setenta y cinco años en quien te convertiste y qué te ha hecho esto..., que te ha dado esta decisión a tomar.

Amargamente, ya sabes cuál debe ser la decisión. Crees que él también lo sabía, y te das cuenta de que podía dejarlo con seguridad en tus manos. Maldito sea, debería haberlo sabido.

Demasiado valiosa para destruirla, demasiado peligrosa para darla a conocer.

La otra respuesta es dolorosamente obvia.

Debes custodiar este descubrimiento y mantenerlo en secreto hasta que sea seguro darlo a conocer, hasta que la humanidad se haya expandido a las estrellas y tenga nuevos mundos que poblar, o hasta que, incluso sin eso, haya alcanzado un estado de civilización en que pueda evitar la superpoblación mediante el racionamiento de los nacimientos al número de muertes accidentales o voluntarias.

Si ninguna de estas cosas ocurre en otros cincuenta años (¿y es probable que lo hagan tan pronto?) entonces tú, a los setenta y cinco años, estarás escribiendo otra carta como esta. Estarás pasando por otra experiencia similar a esta por la que estás pasando ahora. Y tomarás la misma decisión, por supuesto.

¿Por qué no? Volverás a ser la misma persona.

Una y otra vez, para conservar el secreto hasta que el hombre esté preparado para ello.

¿Con qué frecuencia volverás a sentarte en un escritorio como este, teniendo los pensamientos que estás teniendo ahora, sintiendo el dolor que ahora sientes?

Hay un clic en la puerta y sabes que el temporizador ha abierto, que ahora eres libre para salir de esta habitación, libre para empezar una nueva vida para ti en lugar de la que ya has vivido y perdido.

Pero ahora no tienes prisa por atravesar directamente esa puerta.

Te sientas allí, mirando fijamente delante de ti ciegamente, viendo en el interior de tu mente la vista de un conjunto de espejos enfrentados, como los de una barbería anticuada, que reflejan lo mismo una y otra vez y una vez más, disminuyendo en la distancia.


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